2 Marzo 2014 (Mirar desde abajo a las personas)

                               Hola buenos días hoy el reto del amor es mirar desde abajo a las personas.

                               Ayer me encontré a una hermana sentada en un banco del claustro y estaba llorando, me acerque a ella, y me dijo: Lety háblame de la ira? Cómo tu has podido salir de esta cárcel? Me la quede mirando con mucho cariño y empezamos ha hablar.

                               Muchos de vosotros me habéis pedido que os compartiera sobre la ira, hoy os abro mi corazón e igual que ayer la hablé a esta hermana, hoy lo comparto contigo.

                               —¿Qué te pasaba con la ira?
                               —Voy a tratar de explicarlo. Yo entré aquí y vale, todo muy bien. Todo genial, pero tenía muy mal genio. Había días que, ya de entrada, me levantaba de muy mal humor, y yo me decía: «Jobar, pero si no me ha pasado nada, si no he hecho nada, ¿por qué estoy de mala uva?». Eso me ataba, no me dejaba disfrutar del amor. Eso fue una herida que me dejó el deporte. La competitividad. Me hice muy soberbia, muy arrogante y muy altiva. Yo miraba a la gente por encima del hombro. Las hermanas eran mis enemigas, porque me molestaban. Yo tenía muy mala uva y en una comunidad, no puedes vivir así. Me di cuenta viviendo aquí que en mi casa era igual, lo que pasa que en casa, cuando algo me molestaba, me iba, daba un portazo y ahí se quedaban. Pero en la clausura no puedes hacer eso. Así que si vives así, vives en una cárcel insoportable dentro de ti, pero no es de fuera, eres tú. Cualquier cosa me molestaba. Por ejemplo, me decían: «Vete a recoger la ropa». Y yo me rebotaba: «¿Y por qué tengo que ir yo? ¡Qué vaya otra!». Así que la obediencia era una cruz por este motivo.
                                —¿Eso se vence?
                                —Sí, verás. La ira tiene un problema. Nace en la interpretación que yo hago de la situación de un acontecimiento. Según cómo yo interprete ese acontecimiento, ahí se va a desencadenar la ira. Si, por ejemplo llego al refectorio a comer, y me encuentro un vaso en mi sitio, en medio, puedo decir: «Madre mía, ¿quien ha puesto la mesa? ¿Pero no pueden hacer las cosas bien? Seguro que ha sido fulanita... siempre igual, que no se entera de nada...». Se desencadena entonces un proceso dentro de ti. El proceso de la ira no se satisface hasta que no hay venganza. Así que ya te quedas con la cara de esa monja que ha dejado ahí ese vaso, y hasta que no la pillas en algo, no paras. Le pones mala cara, le frunces el ceño, lo que sea, pero te acabas vengando.
                                 _¿cuál es el fruto de la venganza?
                               —¿La tristeza?
                               —¡Exacto! Y para salir de la tristeza, el único camino que encuentras es volverte a enfadar, otro brote de ira. Contra ti mismo, por ser un desastre, y contra lo que se ponga por el medio para desahogarte de nuevo. Es un círculo vicioso que el único capaz de romper es Cristo. No hay otro camino. La manera según cómo yo entendía el exterior, era desproporcionada a lo que había ocurrido. Según cómo yo interpretara la situación, así iba a reaccionar.

                                Ahora te pongo el mismo ejemplo. Llego al refectorio y hay un vaso en mi sitio. Lo cojo, lo pongo en el carro, se lo llevan y punto. Ni me preocupo de quién lo ha dejado ahí. Yo como, sigo a lo mío y tengo paz; y no pongo mala cara ni me vengo. El fruto de esta otra interpretación del mismo acontecimiento es la alegría. Yo viví así durante dos años. Una lucha continua, porque me dominaba, pero a la fuerza, contra mi tendencia a la ira. Todo lo que sea a la fuerza, es una bomba de relojería.
                                —¿Cómo saliste de ese círculo vicioso?
                                —Un día, el Señor me enseñó a mirar a las hermanas desde abajo, no desde arriba. Cuando empecé a experimentar que Él me amaba, que había amor en mis hermanas, que no eran ni inferiores ni superiores. Que Él las amaba con sus fallos. Que ellas eran así. El día que el Señor me enseñó eso, cambió todo.
                                 —¿Cómo te lo enseñó?

                                 Yo había intentado por todos los medios quitarme este tema de la ira, desde meditación trascendental al autocontrol, todo, y fracasé en todo...

                                 Me rendí cuando decidí aceptar que el problema estaba en mí, no en las demás. Hasta ese momento, el problema era que tal hermana era así y la otra era asá. Y una canta muy bien y la otra es mejor que se calle. Entonces, cuando comencé a amar mi pobreza, supe empezar a amar la pobreza de las demás, y ahí todo cambia. El punto de partida siempre es un suceso externo, pero en vez de desencadenar un suceso de ira o de jaleo, lo que me desencadenaba era amor, era una comprensión. Empecé a ver que en los errores de los demás también había pobreza, no ánimo de fastidiar, y era la misma pobreza que había conocido en mí. Cristo me hizo ver que la forma de pensar que yo tenía que aplicar era el amor. Que no era mi lógica, sino su lógica. Entendí que no tengo que razonar la ira ni mitigar la ira. Lo que tengo que hacer es amar, y con eso se va todo. No tengo que cuestionar a una hermana, sino acogerla. Tengo que ver lo positivo que tiene y desmontar los problemas, porque los problemas en sí son muy pequeñitos comparados con el regalo de una hermana. La solución estaba al principio. En cortar ese pensamiento negativo. Si yo experimentaba que Cristo me amaba, yo no podía pensar que una hermana fuese una molestia. Solo amando eres feliz.

                                  Te deseo que pases un feliz domingo.

¡VIVE DE CRISTO!

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